Ser empleado de banco ya no es un privilegio. Hoy se vive a base de horarios extendidos, presión por vender productos, miedo a ser despedido y el cabreo generalizado de los clientes
En la sede de CaixaBank en Barcelona, pronto empezarán a no caber. Sus torres de la avenida Diagonal se han convertido en un refugio para empleados incapaces de afrontar las nuevas exigencias de su trabajo. Directores y subdirectores de sucursal durante 20 años que ahora se dedican a ensobrar cartas en un escritorio olvidado, de 8:00 a 15:00, cinco días a la semana. O son recolocados en cualquier departamento monótono y solitario, alejados de la vorágine en la que se han convertido las oficinas bancarias, un entorno en el que hace unos años manejaban el cotarro y que hoy apenas comprenden.
Porque la típica imagen del bancario apostado en su ventanilla, sellando papeles y haciendo operaciones de caja rutinarias, hace tiempo que pasó a la historia. Hoy, los clientes resuelven esos trámites a través de su teléfono móvil, y además eso ya no genera ningún beneficio al banco. Las entidades necesitan fidelizar clientes a través de la colocación de todo tipo de productos financieros. Y es que con unos tipos de interés en negativo, el cliente ideal ya no es aquel que abre un depósito con 100.000 euros, sino el que se marcha de la oficina con un fondo de inversión y un préstamo bajo el brazo. Y para eso, el perfil comercial de los empleados es fundamental.
«Recuerdo el caso de un compañero que llegó a la oficina procedente de otra entidad en la que siempre había hecho lo típico: cobrar, pagar… Aquí tenía que llamar a los clientes, ofrecerles productos, en definitiva, hacer de comercial. Se agobió tanto que aguantó un mes. Y no es el único. Mucha gente que empezó en esto hace años, cuando el negocio era otra cosa, lo pasa fatal cuando tiene que hacer una llamada. No saben cómo vender un producto», cuenta Pedro (nombre ficticio), empleado de CaixaBank desde hace 10 años. Aunque las entidades han hecho cursos de reconversión a la labor comercial, no todo el mundo sabe (ni quiere) abandonar la plácida rutina de la caja para lanzarse al frenesí de seducir a un cliente, a riesgo de llevarse un toque de atención si no lo consigue.
No hay más que acercarse una mañana cualquiera a una sucursal bancaria para darse cuenta del cambio. Ya no es el empresario o el inversor el que acude a la oficina a mover sus activos, sino el abuelo que no se maneja con la cartilla o el ciudadano anónimo, ni siquiera cliente, que necesita pagar un recibo, una multa o simplemente cambiar dinero. Una o dos personas en ventanilla y cinco o seis en los escritorios, asesorando a clientes con cita previa. Los bancos han pasado de ser algo tan familiar como ir a la panadería a convertirse en locales prescindibles, con 15.000 sucursales cerradas desde 2008 por obra y gracia del proceso de digitalización del sector y la necesidad de reducir costes.
Incluso los empleados se han convertido en prescindibles. Y en cantidades industriales. Hace 15 años, por no decir ya 30, trabajar en una sucursal era visto como un chollo, era pertenecer a la aristocracia laboral. Horarios fijos de 8:00 a 15:00, buenos salarios que iban cebándose a base de trienios, poco estrés laboral, seguridad en tu puesto de trabajo. Pero hoy la película es radicalmente distinta. Es el sector que más empleo destruye (73.000 bajas desde 2008), y los que se quedan deben soportar una gran presión por cumplir los objetivos de venta, con jornadas que fácilmente alcanzan las 10 horas y salarios que, para los más jóvenes, apenas superan los 1.000 euros (el Convenio de Ahorro de la banca estipula en 15.660 euros brutos el salario para el primer año).
«Existe mucha inquietud en buena parte de las plantillas», reconoce Joan Sierra, secretario general del sector financiero del sindicato Comisiones Obreras (CCOO). «El uso de ansiolíticos es algo ya habitual en el sector, poco queda de la tranquilidad con que muchos empleados vivían hace años. La competencia se ha vuelto feroz». Por si esto no fuera suficiente, muchos bancarios sufren diariamente agresiones verbales, e incluso violencia física, de clientes que se sienten estafados por la adquisición de productos engañosos, como las preferentes, las hipotecas multidivisa o las más recientes cláusulas suelo. «Las plantillas están pagando la mala imagen que han generado los directivos. Y como la gente no tiene acceso a ellos, sino a los empleados, echan la culpa a quien tienen más mano. Ha habido agresiones físicas y muchas amenazas y gritos. Por eso el estrés no viene solo por cumplir los objetivos, sino del trato diario con la clientela», prosigue Sierra. Casos como el de un veterano directivo de oficina que ha encadenado dos infartos por el vértigo que le da su trabajo no son algo excepcional.
«La pérdida de confianza en los empleados de banco ha sido tan brutal que aún hoy no pasa una semana sin que alguien se me siente delante y se niegue a firmar un contrato porque a su primo lo estafaron con las preferentes o porque tiene a un amigo con cláusula suelo. Cuesta mucho convencer a la gente de que no quieres engañarla. No se fían ni aunque les quites una comisión. Piensan ‘algo me estará colando este’. Es muy difícil vender algo cuando el cliente no confía en ti, además de agotador», afirma Pedro. María (nombre ficticio), empleada de Ibercaja, secunda esa percepción: «Es cierto que tu objetivo es, como se dice, exprimir al cliente. Pero la gente ya no es tan ingenua y por delante de todo está tu ética. Yo tengo clientes que están en el banco porque confían en mí, porque nunca les he engañado. Nunca he colado una cláusula suelo, por ejemplo. Pero en mi oficina veo a jóvenes que sí venden lo que haga falta, ya sea porque sienten la presión de llegar a los objetivos o porque quieren hacer méritos».
Entre los empleados con más estrés y casos de depresión están los directivos jóvenes, de entre 30 y 40 años, que se ven sometidos diariamente a la presión de sus superiores. «Lo que tienen que aguantar es tremendo. Antes, no llegar a un objetivo de venta te suponía un toque suave de tu jefe de zona, pero hoy hay mucha mano dura. A mí me han ofrecido ser subdirector y lo he rechazado por eso, porque no vives y encima cobras casi el mismo salario», asegura Pedro. María añade al listado de agravios la dificultad para conciliar vida laboral y familiar, algo que no hace tanto hubiera sonado a mofa en el sector bancario. «Yo he podido negarme a salir más tarde de las 15:00 para poder cuidar a mis hijos, pero de aquí a cinco años vamos a trabajar todos hasta tarde. Ya existen lo que llaman ‘puestos de horario singular’ en los que te gratifican muy poco por trabajar en esos horarios. Cada vez que cambia un convenio, se van perdiendo derechos y prestaciones».